Considerando estos tiempos, fui madre joven. Tenía veintitrés
años, y estaba dando mis exámenes para titularme de abogado, cuando nació
Vicente. Por supuesto que consideré un
derecho que mi hijo naciera perfecto, bello e inteligentísimo. A esa edad, uno
imagina futuros luminosos y perfectos en donde nada puede salir mal. Y así fue: nació bello y
perfecto. Y de pequeño dio muestras de una notable inteligencia. Por ello fue
tan extraño cuando observé que su lenguaje disminuía en lugar de aumentar, sus
interacciones sociales se hacían limitadas y sus conductas se volvían cada vez
más disfuncionales. Comenzaba nuestra travesía con este invitado no deseado. El
Autismo.
Asumir el diagnóstico de Autismo es muy complejo. Primero, porque debes vivir el duelo de la
muerte del hijo que proyectaste, que soñaste con muchos amigos, entre
campeonatos de fútbol u otro deporte, y
excelencia académica, estudiando en la
Universidad, formando su propia familia. Ese hijo que soñaste deja de existir y
no queda otra alternativa que construir en conjunto sueños diferentes.
Es complejo también porque las terapias son cansadoras, insuficientes,
y no siempre uno ve los resultados que espera. No hay receta mágica que te
“cure” a tu hijo del Autismo, (el Autismo no tiene cura, es una
condición). Es muy complejo el día a día con una persona con Autismo en el
hogar. En general se tiene una visión romántica del Autismo, pero nada se sabe
de las crisis, los problemas de
comunicación, las obsesiones, las conductas disruptivas, y los mil conflictos cotidianos
que las madres no especiales ignoran siquiera que existen.
Pero llega un momento, en que la madre azul o especial, comienza
de a poco a superar los problemas. Asume su nueva realidad, entierra sus sueños
y forja nuevos, trabaja duramente en rehabilitar a su hijo para que desarrolle el máximo de
potencialidades, deja de envidiar (sí,
envidiar) a las madres no especiales y a
sus hijos perfectos, y termina por darle la mano al Autismo y convivir
alegremente con él. Y surge entonces, una barrera inesperada. Los demás.
La propia familia extendida muchas veces se aleja. Los amigos se
complican ya que sus hijos no pueden jugar con este niño diferente. Las
escuelas y colegios imponen cada vez más dificultades a estos padres, ya que
enseñar a un niño con autismo es mucho más difícil. Los otros padres a veces
también prefieren que este niño no esté con sus hijos ya que “los puede
retrasar” o “distraer” del aprendizaje. Ir al Supermercado, a la tienda, al
Banco o a un servicio público, con tu hijo azul se convierte en una odisea, en
que las actitudes de este niño diferente, causan
rechazo, molestia, enojo, o a lo menos generan los inoportunos “bien intencionados consejos” para
que tu “aprendas a educar a tu hijo”.
Entonces la madre azul, que ya está muy cansada (porque su día a
día se compone de sortear o resolver minuto
a minuto miles de crisis que
dejarían con colon irritable a un monje tibetano), debe además, enfrentar la
vida pidiendo disculpas por “molestar” a los demás con la diferencia. Por eso muchas madres que conozco optan por
salir lo imprescindible con sus hijos. Para evitar que la discriminación, los
malos tratos y la escasa empatía de la sociedad hacia ellas y sus hijos les causen más daño. Yo, si bien no me aislé, sino que enfrenté la discriminación, y el rechazo con valentía, lo
hacía pidiendo perdón por “obligar” a
los “normales” a convivir con alguien que funciona diferente.
Hasta que un d ía me di cuenta que
teníamos derecho a circular por la vida con paso firme y sonoro. A respirar el mismo aire que el resto. A
explicar con amabilidad y de paso informar sobre el autismo a quienes tengan
sana curiosidad y hacer caso omiso a las críticas.
A vivir el Autismo con orgullo. A sentirme una súper mamá y actuar
como tal.
El cambio de actitud hizo que nuestro estrés disminuyera, y los demás se acercaran a curiosear sobre
nuestros superpoderes. Porque ya le
ganamos a nuestros propios miedos y ahora luchamos por una sociedad mejor para
los demás.
Carolina Araya López
Abogada