Hace unos días estuve de visita en Valparaíso y recorrí la calle Condell, principal arteria comercial de la ciudad puerto y donde la mayoría de sus locales fueron vandalizados después del estallido social de octubre pasado. Las imágenes son realmente conmovedoras, parece un país devastado por la guerra.
Algo parecido ocurre en las cercanías de la Plaza Italia en Santiago, conocida como zona cero y donde la Estación Baquedano del Metro permanece cerrada debido a los graves daños provocados en sus instalaciones y en otras 100 estaciones del tren subterráneo de la capital.
En Curicó, hay al menos dos locales comerciales incendiados, un edificio de oficinas saqueado, peajes laterales destruidos en la Ruta 5 Sur, semáforos dañados que siguen fuera de funcionamiento y salvo unas improvisadas y poco estéticas protecciones de madera o zinc de ventanales y puertas en locales céntricos, podríamos decir que el estallido social no dejó grandes secuelas materiales hasta ahora. Sin embargo, ninguna de estas acciones de violencia tenía justificación.
El estallido social nos explotó en la cara y también en nuestros corazones. Lo que antes nos parecía normal ahora no nos puede resultar indiferente. En efecto, por años nos pareció normal que las pensiones fueran reflejo exacto de lo que individualmente una persona lograra ahorrar a lo largo de su vida laboral. Como consecuencia de lo anterior, nos pareció normal que pudieran existir pensiones inferiores a un sueldo mínimo. En suma, normalizamos la falta de un verdadero sistema de seguridad social.
También normalizamos que existiera educación, salud y transporte público de primera y segunda clase. Normalizamos abusos e injusticias que en una sociedad moderna y cohesionada no deben ser normales y perdimos la capacidad de asombro y reacción. El individualismo se apoderó de nuestra sociedad, bastando una campaña de televisión al año, llamada Teletón, para sentir que todavía éramos esa nación solidaria de la cual sentirnos orgullosos.
Las nuevas generaciones nos exigen despertar y yo siento que, en buena hora, hemos despertado. Pero despertar y luchar por mayor justicia social no significa que debamos aceptar la violencia como método de acción política. Desde la violencia y la falta de respeto a los derechos ajenos no se puede construir un mejor país.
Nunca fue tan clara la relación fines y medios, sólo medios nobles pueden llevar a un fin noble y altruista. Por eso, como cristiano y ante la falta de otras voces más autorizadas, quiero invitar a construir el nuevo Chile con las armas de la Paz y en el AMOR A CHILE y a cada uno de sus hijos, valorando y aplaudiendo la diversidad y aprendiendo a convivir armónicamente entre todos. Depongamos y frenemos todo tipo de violencia. Asimismo, condenemos la indiferencia y la falta de empatía, porque ellas son causantes de mayor violencia.
Hace 32 años, en medio de una sociedad profundamente dividida, los chilenos escogimos el camino de la transición pacífica a la democracia, sin odio, sin miedo, sin violencia, triunfó el NO a Pinochet y se abrieron oportunidades maravillosas para crecer y reencontrarnos. El NO, contrariamente a lo anticipado por el gobierno militar, trajo progreso y paz por 40 años a Chile. Chile cambió con la democracia y cambió para bien. Pero lo que logramos como nación ahora resulta insuficiente y debemos hacer un nuevo esfuerzo.
El plebiscito de abril nos vuelve a enfrentar a un gran dilema y algunos plantean que el rechazo es el mejor camino. Por mi parte, al igual que en 1988, no tengo miedo, sino esperanza y estoy convencido que la opción apruebo abrirá un nuevo ciclo para crecer y para convivir en paz y armonía por muchos años. Es hora de una nueva Constitución que sea símbolo de Unidad Nacional, elaborada por una Convención que represente la pluralidad de legítimas miradas que conviven en nuestro territorio.
Gerardo Muñoz Riquelme
Abogado y Magister en Gerencia Pública